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I

Nació cuando Dios andaba de fiesta, un día de agosto. Por eso me dijo que su nacimiento fue un distraído error, porque a nadie más se le ocurre violar a una mujer como Carmela en plena navidad. Si de algo pudo convencerse con los años, es que su mamá, además de aquel hombre, nunca otro la tocó y que del cielo debieron haber bajado los ángeles para avisarle que sería la próxima virgen, y no la puta que los del barrio por mucho tiempo creyeron que era.

Karina no era muy especial. Bajita, no muy flaca, medio callada y medio gruñona, pero sí que sabía quererme, con todo el asunto de la cojera era muy complicado encontrar mujer, pero al final resultó beneficioso para los dos. Necesitábamos compañía porque además de cobardes éramos desdichados, y eso no combinaba con la soledad. Ella necesitaba estabilidad económica y yo una mujer que me diera lo necesario, menos hijos, nunca tuvimos y nunca nos hicieron falta; el acuerdo era de cariño, comprensión y compañía, pero nunca de amor, ni siquiera un niño podría haber despertado eso en Karina.

Una pierna rota

Pero justo hace unos meses me encontré desconcertado cuando me habló de marcharse, es decir, no desaparecer unos días como solía hacer, sino irse por completo. No podría decir que se fue con otro hombre puesto que nunca fue bonita, ni llamativa, solo decidió irse porque sí. Por supuesto que le reclamé, nunca quisimos estar solos y ese fue un preacuerdo, pero creo que me encerré tanto en mis libros y en la melancolía que terminé dejándola más sola que antes.

Al final tuve que dejarla ir, no la amaba, ni me amaba, no había nada que pudiera detenerla. Pero justo unos días después de su despedida me rompí la pierna que era buena, la que si había nacido correctamente. Sucedió de repente, salía de la habitación por la noche a tomar agua, y no es que nunca haya caminado a oscuras, pero de repente he debido poner mal el pie y provocar una estrepitosa caída. Nadie escuchó mis gritos, así que estuve un buen rato arrastrándome hasta el teléfono. Yo no tenía a nadie desde la adolescencia, nunca he sido bueno para conservar amigos y mis conocidos son detestables seres que me invitan en año nuevo a ver otro detestable evento.

No había a quien llamar y sentí como las enfermeras no paraban de mirarse entre sí con cierta lástima. Nunca necesité de la lástima y supongo que por eso me quedé con Karina, porque en ninguna situación llegó a sentir por mí algo que a decir verdad es lo más cruel con el que sufre. Llegué a mi casa en un taxi, en silla de ruedas, tuve que contratar a una enfermera porque dada mi situación me sería imposible valerme por mí mismo en algún tiempo. Y esta enfermera era todavía más torpe que yo. Cuando salí del taxi por poco y deja que mi silla de ruedas resbalase, al llegar a la casa tropezaba cada tres escalones mientras me ayudaba a subir las escaleras, y los lunes, aquellos en que le pedí llegar puntual debido a mi usual reunión con algunos académicos, se le hacía tarde culpando, como no, a los sucesos de fin de semana.

Clara se llamaba, y cómo era fea, incluso más que Karina, que, aunque no era bonita tampoco era tan horrenda como esta mujer. No pasaba de los treinta, sin embargo, yo la veía con más arrugas que mi ex. No tenía clase ni buena educación, y entre sus “haiga” y cafés aguados se había ganado en mí algo que ningún otro ser había podido despertar: el odio. Debo decir que jamás había sido muy pasional, mi madre y mi padre antes de morir fueron siempre iguales y yo nunca necesité más cariño del suficiente. Las pasiones me parecieron siempre espejismo de la mente, ires y venires de la cordura, por aquello que los hombres llaman amor se habían cometido mil estupideces, pero no imaginé jamás que no estaría exento de semejante maleficio.

Así era, con el tiempo empecé a odiar a la enfermera con más ahínco. En una ocasión llegó contagiada de gripa que no tardó en afectarme a mí, su gran peso, asemejado solo al de una morsa, la hacía imprecisa en los movimientos y cada que me inyectaba dejaba la zona hinchada por algunos días. Llegaba a las 8 de la mañana (casi) y se iba a las 6 con cincuenta, dejando lista la peor comida que jamás me hubiesen preparado. Alguna vez me quiso hablar al ver las fotografías de la casa, nunca cruzábamos palabras que no fueran las estrictas y ella se había acostumbrado a eso, pero el paradero de Karina comenzó a inquietarle de repente.

Así que decidí asesinarla.

 

 

II

La había contratado por los cinco meses restantes de incapacidad, pero ya iban dos y no la soportaba ni un día. Semejante ser no le haría bien al mundo, en definitiva, estaba tomando una buena decisión. Pensé en envenenarla primero, puesto que me parecía fácil, limpio y si lo hacía bien se moriría llegando a su casa, y no en la mía. Utilicé veneno para ratas, en mi situación no conseguí nada mejor, lo puse en la merienda de las 4 mientras ella iba al baño y esperé lentamente.

No tuvo ninguna reacción, y al otro día llegó tan impuntual como siempre. Entonces pensé en drogarla y asesinarla, en mi posición tendría dificultades para mover el cuerpo, pero decidí colgarla, así que preparé todo en la noche. Añadí nuevamente a la merienda los narcóticos y esperé a que se durmiera, pero la maldita nunca lo hizo, de hecho llegó al otro día tarde, alegando un repentino insomnio. Lo intenté otras tres veces, pero mi vil torpeza de pies me impedían asesinarla y ella nunca sospechó de mis intenciones, por lo que decidí esperar pacientemente a que terminaran los cinco meses y al fin dejarla de ver.

La cuestión con el odio, es que no puedes dejar de pensar en aquello que despierta tanta ira y frustración. Comencé a soñar con Clara siendo arrollada por un auto, a veces incluso uno que yo mismo conducía. Llegaba ella en la mañana, con sus disculpas, sus dientes amarillentos, ese lunar al lado de la mejilla y ese pobrísimo léxico que tenía. Y sí, tenía, porque de repente, como pasan las cosas extrañas un día no llegó a trabajar, me llamó y dijo que debía renunciar puesto que su madre de algún pueblo de no sé dónde había enfermado y debía ir a cuidarla. Santo Dios, qué dicha.

Pero con las semanas, me fue difícil encontrar remplazo y empecé a sentirme muy solo y con la indeseable sensación de traer de vuelta a la mujer para sentir otra vida. Por supuesto que aquello era un disparate, yo intenté matarla unas cuatro veces; sin embargo, la soledad, que ahora me susurraba más que antes, me dejaba vacío sin Karina y Clara. Cada que me miraba al espejo se me devolvía la imagen ausente de lo que fui en la compañía; sin Clara tuve que arreglármelas en casa y con los días aprendí que no hay soledad más mortífera que el olvido de los otros, porque te dejan sumido en un espacio sin tiempo, en donde no existes, porque los otros de la nada han dejado de saber de ti. Supongo que es contagioso porque yo mismo he comenzado a olvidar.

Me olvido de las llaves, de las facturas a pagar, del nombre de los vecinos, del día en el que estoy, de la huida de Karina, de cómo me jodí la pierna y hasta de mi nombre. Y los médicos me dicen que es una enfermedad que ya no sé escribir, que tengo que internarme, pero al preguntarles si allí podría buscar la forma de deshacerme de Clara mientras deseo que no me deje, no saben darme respuesta y solo cambian de turno y también se olvidan. El verdadero problema es que allí Karina, si vuelve no podrá encontrarme, porque yo también la olvidaré.

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